Con el calor del verano, desde mi
montaña del Bajo Aragón voy bajando buscando el mar. Al cruzar la sierra de
Torre Miró, me dejo llevar arrastrado por la impetuosa fuerza que la esperanza
ejerce sobre mi de volver a encontrarme
con ella. Aunque conozco bien el camino, siempre me sorprende cuando aparece
tras la curva. Allí está, como esperándome, magnánima, altiva, rocosa,
tranquila, admirable, si, te he vuelto a encontrar, Morella.
No puedo pasar de largo, debo
pararme para contemplarla una vez más desde el bajo de la hechura de su falda. Siempre que la miro encuentro algo nuevo que
la engalana todavía más, pero sigue siendo la solidez de sus murallas, las
esbeltas torres, sus encantadoras casas adosadas colocadas como un dominó
consecutivo, las que le dan una magia sublime. Y encima de todo, su castillo,
fuerte, poderoso, orgulloso, vanidoso como si de una Torre de Babel se tratase.
Luego, abducido por las
sensaciones, me adentro por sus calles serpenteantes que tanta historia
atesoran, con casas blasonadas, pórticos de emoción, suelos desgastados por el
roce del tiempo, porches donde disfrutar, piedras golpeadas por batallas que nos podrían contar, de las gestas
del Cid, de que manera la conquistó el caballero Don Blasco de Alagón, o como era
el carácter del general Cabrera.
Cuando regreso de la costa, la
voy admirando desde lo lejos y de nuevo
me la vuelvo a encontrar cara a cara, pero esta vez me tenía guardada la
sorpresa de conocerla con la luz tenue de sus farolas. El candor que emana hace
de su contemplación todo un sueño, con sus luces brillando alrededor remarcando
su cintura, que hacen sentir, profesar y percibir, emociones inigualables.
Si así de hermosa eres ahora
cristiana, ¿cuan de hermosa serias cuando fueses mora? ¡Y es que Morella!,
enamora.