miércoles, 19 de septiembre de 2012

MORELLA





Con el calor del verano, desde mi montaña del Bajo Aragón voy bajando buscando el mar. Al cruzar la sierra de Torre Miró, me dejo llevar arrastrado por la impetuosa fuerza que la esperanza ejerce sobre mi  de volver a encontrarme con ella. Aunque conozco bien el camino, siempre me sorprende cuando aparece tras la curva. Allí está, como esperándome, magnánima, altiva, rocosa, tranquila, admirable, si, te he vuelto a encontrar, Morella.
No puedo pasar de largo, debo pararme para contemplarla una vez más desde el bajo de la hechura de su falda.  Siempre que la miro encuentro algo nuevo que la engalana todavía más, pero sigue siendo la solidez de sus murallas, las esbeltas torres, sus encantadoras casas adosadas colocadas como un dominó consecutivo, las que le dan una magia sublime. Y encima de todo, su castillo, fuerte, poderoso, orgulloso, vanidoso como si de una Torre de Babel se tratase.
Luego, abducido por las sensaciones, me adentro por sus calles serpenteantes que tanta historia atesoran, con casas blasonadas, pórticos de emoción, suelos desgastados por el roce del tiempo, porches donde disfrutar, piedras golpeadas por  batallas que nos podrían contar, de las gestas del Cid, de que manera la conquistó el caballero Don Blasco de Alagón, o como era el carácter del general Cabrera.
Cuando regreso de la costa, la voy admirando desde lo  lejos y de nuevo me la vuelvo a encontrar cara a cara, pero esta vez me tenía guardada la sorpresa de conocerla con la luz tenue de sus farolas. El candor que emana hace de su contemplación todo un sueño, con sus luces brillando alrededor remarcando su cintura, que hacen sentir, profesar y percibir,  emociones inigualables.

Si así de hermosa eres ahora cristiana, ¿cuan de hermosa serias cuando fueses mora? ¡Y es que Morella!, enamora.

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