Hace unos días, conducía mi coche en contra del cierzo, que con su
inusitada e incansable fuerza, lo empujaba como si no quisiera que fuésemos
hacía el País Vasco, ya que íbamos a buscar allí: el lugar donde se genera este
viento tan característico de nuestra tierra.
Al salir de Zaragoza, contemplamos a través de las cerradas ventanillas,
a un cómplice del cierzo, el
imponente y misterio Moncayo, que se apartaba de
nuestro viaje, como si se avergonzase de ser el responsable de enfriar aún más
el aire. Después, en cada montaña, demostraba el viento su paso enérgico,
moviendo con sutileza las enormes aspas de los molinos eólicos, que nos
indicaban en su rotación, que íbamos en la dirección correcta para la búsqueda
de su nacimiento.
Poco a poco, los árboles, dejaron de inclinarse ante su soberanía, las
nubes secesionistas de la borrasca, que antes pasaban raudas, ahora se unían en
un gran nublado gris, las suaves colinas dieron paso a verticales montañas, el
sol desapareció, el verde de los prados aumentó y las casas pintadas de muy
diferentes colores, destacaban sobre sus grandes e inclinados tejados. Todo
ello nos estaba indicando que habíamos llegado al epicentro donde se gesta el
cierzo, habíamos llegado, a Euskadi.
En la búsqueda de nuestro viaje, andamos sobre los espectaculares acantilados
del Geoparque de
Zumaia, Deba y Mutriku, para observar si los fuertes vientos
del Noroeste que empujan las olas de manera brusca contra la barrera de rocas,
fuese el origen del cierzo.
Pero continuando con la investigación, nos dirigimos hasta la Concha
de San Sebastián, donde la ciudad nos esperaba, serena, elegante y hermosa,
para acompañarnos por sus calles señoriales, repletas de gente degustando
“vinos y pinchos”, hasta llevarnos al “peine del viento” del escultor Eduardo
Chillida, donde el acero hace frente a las adversidades de los temporales y la
climatología del Mar Cantábrico.
Y ese fue el indicio que buscábamos, porque comprendimos que: cada vez
que llueve, solo, en la costa vasca, en Aragón sopla el de manera implacable el
cierzo. Un viento que del que ya doscientos años antes de Cristo, Catón el
Censor –político y escritor romano considerado el padre de la lengua latina-
describía de una forma muy gráfica lo que significaba sentir el cierzo: “cuando
hablas te llena la boca, y derriba un hombre armado y carretas cargadas”. Y al
que Labordeta le cantaba: “Compañero
que avientas/los olivares/y empujas la ontina/a otros lugares/vigila por los cerros/la tierra mía/que
la están arruinando/día tras día”.
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