lunes, 18 de mayo de 2015

EL CIERZO


Hace unos días, conducía mi coche en contra del cierzo, que con su inusitada e incansable fuerza, lo empujaba como si no quisiera que fuésemos hacía el País Vasco, ya que íbamos a buscar allí: el lugar donde se genera este viento tan característico de nuestra tierra.

Al salir de Zaragoza, contemplamos a través de las cerradas ventanillas, a un cómplice del cierzo, el
imponente y misterio Moncayo, que se apartaba de nuestro viaje, como si se avergonzase de ser el responsable de enfriar aún más el aire. Después, en cada montaña, demostraba el viento su paso enérgico, moviendo con sutileza las enormes aspas de los molinos eólicos, que nos indicaban en su rotación, que íbamos en la dirección correcta para la búsqueda de su nacimiento.

Poco a poco, los árboles, dejaron de inclinarse ante su soberanía, las nubes secesionistas de la borrasca, que antes pasaban raudas, ahora se unían en un gran nublado gris, las suaves colinas dieron paso a verticales montañas, el sol desapareció, el verde de los prados aumentó y las casas pintadas de muy diferentes colores, destacaban sobre sus grandes e inclinados tejados. Todo ello nos estaba indicando que habíamos llegado al epicentro donde se gesta el cierzo, habíamos llegado, a Euskadi.

En la búsqueda de nuestro viaje, andamos sobre los espectaculares acantilados del Geoparque de
Zumaia, Deba y Mutriku, para observar si los fuertes vientos del Noroeste que empujan las olas de manera brusca contra la barrera de rocas, fuese el origen del cierzo.

Fue entonces cuando el sol apareció, despidiendo del cielo a todas las nubes. Y fue la primera pista, ya que nos avisaron desde Zaragoza de que: el viento se había parado.

Pero continuando con la investigación, nos dirigimos hasta la Concha de San Sebastián, donde la ciudad nos esperaba, serena, elegante y hermosa, para acompañarnos por sus calles señoriales, repletas de gente degustando “vinos y pinchos”, hasta llevarnos al “peine del viento” del escultor Eduardo Chillida, donde el acero hace frente a las adversidades de los temporales y la climatología del Mar Cantábrico.


Y ese fue el indicio que buscábamos, porque comprendimos que: cada vez que llueve, solo, en la costa vasca, en Aragón sopla el de manera implacable el cierzo. Un viento que del que ya doscientos años antes de Cristo, Catón el Censor –político y escritor romano considerado el padre de la lengua latina- describía de una forma muy gráfica lo que significaba sentir el cierzo: “cuando hablas te llena la boca, y derriba un hombre armado y carretas cargadas”. Y al que Labordeta le cantaba:Compañero que avientas/los olivares/y empujas la ontina/a otros lugares/vigila por los cerros/la tierra mía/que la están arruinando/día tras día”.

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